martes, 6 de abril de 2010

Los derechos humanos y el relativismo cultural



I- Enfoque crítico de las características atribuidas a los derechos humanos, en el marco del relativismo cultural.

El carácter de universalidad atribuido a los derechos humanos, no siempre fue entendido en forma correcta ni mucho menos abordado desde una sincera neutralidad intelectual, dado que la misma no existe en ningún ser humano. Por otra parte, aunque supongamos que exista consenso general en cuanto al carácter universal de los derechos humanos, no todos están de acuerdo sobre cuáles y cuántos son estos derechos que le asisten a todos los hombres. Más aún, la implementación de ciertos derechos más o menos acordados por todos va a ser totalmente distinta según sea la cultura y el régimen político de cada País. Con lo cual, que algo sea universal no significa que todos entiendan lo universal de la misma manera, ni mucho menos que haya simetría en la práctica de ciertos derechos en las distintas cosmovisiones existentes en la actualidad y desde todos los tiempos. En este sentido, la historia que nos relata Antonio. E. Perez luño, es más que pertinente: “Cuéntase-nos dice Jacques Maritain-que en una de las reuniones de una Comisión nacional de la UNESCO, en que se discutía acerca de los derechos del hombre, alguien se admiraba que se mostraran de acuerdo sobre la formulación de una lista de derechos, tales y tales paladines de ideologías frenéticamente contrarias. En efecto, dijeron ellos, estamos de acuerdo tocante a estos derechos, pero con la condición de que no se nos pregunte el porqué”. (1).

De manera que cuando hablamos de universalidad estamos hablando de muchas cosas y al mismo tiempo de ninguna. Que todas las personas se rijan por los mismos criterios de acceso a la realidad y al conocimiento no es más que una ficción logico-occidental. El acceso interpretativo de la realidad tiene múltiples aristas y todas ellas totalmente irreductibles. Algunos acceden a la realidad por medio de revelaciones místicas y configuran su mundo a través de preceptos que suponen dados por los dioses; otros prefieren creer en la Razón como motor explicativo de las cosas; sin embargo, tanto unos como otros, crean ficciones interpretativas para amoldar sus vidas y su propia historia. Con esto quiero significar que aquello que cada uno entienda por universal con relación a los derechos humanos, está encuadrado en una cosmovisión predeterminada que constituye todo un tejido social inamovible o al menos pasible de cambios históricos graduales. Intentar validar ciertos derechos en culturas con cosmovisiones diferentes, de la misma forma en que se validan en las propias culturas bajo el concepto de universalidad, no sólo es una intromisión insalvable sino, más aún, un gesto de soberbia y una manifestación de superioridad inadmisible.

Asimismo, el relativismo cultural que encierra distintas concepciones del mundo y, en consecuencia, distintas interpretaciones respecto de cuáles son los derechos humanos y cómo deben ser aplicados, de ningún modo debe entenderse como un bloque absolutamente homogéneo, sino totalmente heterogéneo, dado que subyacen al interior de cada cultura diversas subculturas y al interior de cada paradigma cosmofilosófico dominante otras tantas alternativas diferentes. Con lo cual, la idea de universalidad de los derechos humanos se diluye aún más. Es decir, siendo tantas las alternativas socioculturales, el carácter de universalidad se pierde, se torna inatrapable.

Esta vocación de universalidad de los derechos humanos, más allá de que no todos entiendan lo mismo cuando hablan de ellos, no sólo por los múltiples horizontes interpretativos, sino también porque, como dice Antonio Enrique Perez Luño: “La expresión derechos humanos ha sido empleada también con muy diversas significaciones (equivocidad), y con indeterminación e imprecisión notables (vaguedad)”(2), desde la teoría política, ética y aún desde el ámbito jurídico; por ello, tiene como antecedentes históricos distintas cartas y declaraciones que, si no pueden ser eficaces en la práctica, aunque tengan la nota de la validez jurídica, es decir, aunque el órgano y el procedimiento de la implementación de las normas haya sido el adecuado, no sirven absolutamente para nada.

De qué sirve declarar y establecer jurídicamente ciertos derechos si en la realidad el cumplimiento se torna incierto. De qué sirve establecer jurídicamente que todos tienen derecho a la salud, a la vivienda, a la educación, a la alimentación, si todas estas cosas son el privilegio de algunos pocos, si su cumplimiento, lejos de ser universal está sesgado ideológicamente por aquéllos mismos que lo normatizan; en definitiva, si lo prescriptivo está absolutamente separado de los descriptivo, lo que debe ser de lo que es. En tal sentido, dice A E. Perez Luño, citando a Bentham: “Un claro ejemplo de esta forma imprecisa y equívoca de utilizar la expresión derechos humanos en las declaraciones y en el lenguaje vulgar es, a juicio de Bentham, la confusión entre la realidad y el deseo. Las buenas razones para desear que existan los derechos del hombre no son derechos, las necesidades no son los remedios, el hambre no es el pan” (3).

Por otro lado, ¿entienden en todo el mundo las mismas cosas a pesar de que las normas sean las mismas o similares?, ¿existen en todo el mundo las mismas normas jurídicas en relación a los derechos humanos?. Pareciera que no. Si aquello que debe ser universal no es más que la pretensión de una ideología particular, acotada a una particular cosmovisión del mundo, lo universal se torna doblemente ilusorio: Primero, porque no todos tienen la misma ideología; segundo, porque cualquiera sea la ideología y cualquiera sean las normas de derecho, si no tienen un cumplimiento efectivo, son meras declaraciones metafísicas, aunque jurídicamente tengan validez desde las distintas perspectivas ideológicas.

. Sin embargo, pareciera haber ciertos principios que deberían atravesar a todos los hombres por igual y si no lo hace no es debido a la interpretación subjetiva de la superioridad de un paradigma cultural respecto de otro, sino más bien al descaro y autoritarismo de ciertos manipuladores que manejan el poder arbitrariamente. Por ejemplo, la oblación del clítoris a las mujeres del mundo islámico, si bien es una práctica social, no por ello algo digno de ser aceptado sin reparos. Igualmente, sigue siendo muy difícil poder despegar una práctica cultural de los fundamentos que la constituyen y validan como tal, a pesar de que ciertas prácticas no huelen del todo bien.

Para poder despegar una práctica cultural de sus fundamentos históricos y metafísicos se necesitaría de una mirada verdaderamente objetiva, capaz de trascender los límites impuestos por cada cultura y cada cosmovisión del mundo de una manera absolutamente equitativa. Se necesitaría de un ente ideal e impersonal con la suficiente capacidad como para establecer principios inamovibles y definitivos para todos y para todas las épocas. En fin, se necesitaría de algo así como un Dios. Pero no sólo eso, este Dios debería darse a conocer de una manera tan inteligible y tangible que no admita ninguna duda. Esto no es más que una utopía: la existencia de tantas y tan diversas confesiones lo prueban.

La imposibilidad de apelar a fundamentos últimos, ya sea de Razón, o de fe, está determinado por el carácter históricamente relativo de los derechos humanos. Sería tratar de explicar lo inmanente por medio de lo trascendente, y esto conduce inevitablemente a la falacia de petición de principio. Así lo expresa Bobbio: “No se comprende cómo se puede dar un fundamento absoluto de los derechos históricamente relativos” (4).

De modo que la salida trascendente para poder explicar lo inmanente parece inviable. El único camino pareciera ser tratar de entender lo inmanente desde lo inmanente, aunque el relativismo gnoseológico, epistemológico, religioso y axiológico sea una barrera imposible de franquear. De más está decir que las relaciones interhumanas son un entramado muy complejo que se torna casi indescifrable. Sin embargo, no nos queda otra que hacer el intento.

Sin lugar a dudas, toda pretensión de establecer ciertos principios comunes con relación a los derechos humanos bajo el presupuesto de la universalidad de éstos, es por sí mismo una mirada que se da desde el marco de una determinada ideología histórica y con unos determinados intereses afines. Es desde un lugar de poder donde se establece el carácter de universalidad de ciertos derechos con exclusión de otros. Los derechos humanos no surgen por sí mismos, no existen independientemente de sus fundamentos ni de los intelectuales que lo fundamentaron, por cierto, desde una forma de ver el mundo peculiar.

Y aquí es donde entra a jugar el carácter supuestamente innato de ciertos derechos humanos. ¿Qué quiere decir que los derechos humanos son innatos?. Con esto se alude a que ciertos derechos nacen con y en todos los hombres, que son connaturales. Ahora bien, aquí reside uno de los mayores problemas, porque si nacen con nosotros es porque forman parte de nuestra constitución antropológica y si son parte de nuestra antropología deben haber sido puestos por un ente exterior a nosotros mismos porque, sin duda, no pueden haber sido puestos por nosotros mismos, porque si así fuera seríamos autocreadores, y no el resultado de un proceso evolutivo o bien la consecuencia de un acto libre creador de Dios. Ya sea que los derechos humanos sean la impronta de la divinidad en nosotros o más bien, la impronta de la Naturaleza, sin embargo, en ambos casos, son el resultado de la inserción de un agente metafísico exterior a nosotros mismos, que es puesto como fundamento gnoseológico del carácter innato de los derechos humanos. Claro está también, que según sea el horizonte intelectual en el que cada cultura se mueva, va a ser el ente metafísico explicativo del carácter innato de los derechos humanos.

Que los derechos humanos sean innatos no es más que una de esas tantas ficciones lógicas o como bien dice Niesztche, un error útil que sirve como idea regulativa para la acción, es decir, que regula nuestras conductas y nuestras prácticas. Sin embargo, si no se comprende el carácter de innatismo de los derechos humanos en el marco de esta perspectiva reguladora de las conductas, se puede caer en el gravísimo error de suponer que esta ficción tiene algo de realismo y es allí donde comienzan las complicaciones.

Por otro lado, si los derechos humanos fueran innatos deberían ser descubiertos por todos los seres humanos de la misma manera y deberían acordar todos respecto de la calidad y cantidad de esos derechos. Es decir, si lo innato se contrapone a lo adquirido, si lo que uno trae consigo es distinto de lo que adquiere en el plano intersubjetivo, esto es, si lo intra es distinto que lo inter, tarde o temprano todos deberían estar de acuerdo con la aplicación de los mismos derechos en todas las cosmovisiones del mundo, porque lo que subyace es el presupuesto de la unidad de la naturaleza humana, presupuesto que parece ser bastante acertado. Sin embargo, esto no sucede. Y no sucede, no porque se crea que la constitución anatómico-fisíco psicológica sea distinta según sea el ámbito sociocultural, pues esto sería un absurdo, sino por que la interpretación aún de ciertos derechos más o menos acordados está sujeta a intereses extragnoseológicos, a intereses de poder y de autoritarismo en muchos casos. Es decir, aún suponiendo que todos aceptemos que existen ciertos derechos que son innatos y que pueden ser descubiertos por todos los marcos culturales y subculturales distintos, sin embargo, el marco aplicativo de esos derechos va a ser totalmente distinto por razones de poder. Esto es, no es conveniente que ciertos derechos sean aplicados y normatizados si se desea extender la hegemonía.

Otra de las cosas que se le atribuyen a los derechos humanos es su carácter de inalienabilidad. Con esto se quiere significar que todos los seres humanos están condenados a tener estos derechos, es decir, ninguno puede siquiera rechazar alguno de ellos, con lo cual la libertad individual se torna en esclavitud. ¿Quién quiere ciertos derechos que, por más buenos que sean tengan un carácter forzosamente obligatorio?. Los derechos humanos son subjetivos porque admiten la posibilidad de que el individuo quiera valerse de ellos o rehusar por ciertos motivos a los mismos.

Los derechos humanos son subjetivos y facultativos, es decir, son individuales y moralmente indiferentes, por lo cual, pensar en derechos facultativos de ejercicio obligatorio es una absurda contradicción, dado que si son facultativos no pueden ser estrictamente obligatorios; no se puede tener la imposibilidad de desprenderse de ellos. La libertad de elección se impone primariamente. El derecho a elegir tener ciertos derechos está primero que los derechos que surjan de la imposibilidad de elección. Justamente que algo sea moralmente indiferente supone la posibilidad de llevar a cabo una acción o de no realizarla.

Además se afirma que los derechos humanos son indivisibles. Ahora bien, si son indivisibles no hubiese sido necesario que se firmen dos pactos. El pacto Internacional de los derechos económicos, sociales y culturales, de extracción decididamente socialista y el Pacto Internacional de los derechos civiles y políticos de extracción decididamente liberal. A decir verdad, se firmaron dos pactos porque el mundo se debatía entre intereses burgueses e intereses sociales y económicos contraburgueses. Es decir, los derechos humanos son indivisibles pero nacieron divididos, dado el fuerte tinte ideológico de los mismos.

Por otro lado, los derechos civiles y políticos y los derechos sociales, culturales y económicos deben mantener entre sí, como ideal prescriptivo, una interdependencia en la práctica, es decir, por ejemplo, el derecho a la propiedad privada y el derecho a la salud, se necesitan recíprocamente y deben ser tenidos como parte del diario vivir y no meramente como una ficción que sobrevive en el plano idílico-prescriptivo. De lo contrario, no tendría sentido hablar de derechos vigentes y posibles sólo en el plano del deber ser, y no en el plano del ser. Y lo que existe en el plano del deber ser está descolgado de la realidad; no existe verdaderamente.

Además se considera que los derechos humanos son derechos individuales, son derechos que tienen cada una de las personas. También existen algunos derechos colectivos, como el derecho de la familia, el derecho a la libre determinación de los pueblos; sin embargo, como dice Dworkin, el hecho de que sean individuales pone un freno a los cálculos utilitaristas de ventajas y beneficios colectivos, donde de alguna manera, se diluye el derecho del ser individual en una totalidad indiferenciada.

Se afirma también que los derechos humanos tienden al bien común, que los beneficiarios de los mismos son todos y cada uno de los individuos. Y esta es otra de las ideas regulativas, dado que se piensa desde el lugar del deber ser, desde el plano prescriptivo y no desde el plano descriptivo. Más que una descripción del mundo real, es un deseo de cumplimiento ideal, y este mismo hecho marca a las claras la inexistencia de su cumplimiento, es decir, si idealizamos un modelo regulativo, es justamente porque en una realidad tan heterogénea dicho modelo no puede ser desarrollado, cumplido, vivido.

II- Origen, continuidad o discontinuidad de los derechos humanos.

Ahora bien, el problema de los derechos humanos nos remite a la discusión en torno a su origen histórico, así como a su continuidad o discontinuidad temporal. ¿Desde cuando podemos hablar de los derechos humanos?. ¿Desde su reconocimiento a través de las declaraciones públicas, por medio de acuerdos de carácter universal o antes de dicho reconocimiento?. ¿Han tenido continuidad a lo largo de la historia o han existido en forma aleatoria?. ¿Han existido independientemente de ser reconocidos?. Y si es así, ¿en qué cosmovisión, occidental u oriental?. Estas son algunas de las preguntas a tener en cuenta a la hora de hablar de los derechos humanos.

La primera dificultad se relaciona en torno al origen de los derechos humanos. Aquí podemos hacer algunas distinciones. Podemos hablar de un origen divino y, por lo tanto, pautado desde la eternidad, preexistente al hombre y en consecuencia, existente en él a partir de su nacimiento como algo que ya fue otorgado y que debe ser reconocido por todos. También podemos hablar de un origen humano de los derechos, que tiene un momento histórico particular en donde su reconocimiento se hace más evidente, que es a partir del cambio de cosmovisión que supuso el Renacimiento. En el caso del origen divino, el reconocimiento es de algo que ya fue dado por un ente trascendente; en el caso del origen humano, el reconocimiento es el resultado de una construcción ideológica determinada y que tiene al hombre y no a Dios como su fundamento.

Y aquí está toda la discusión con relación a si los derechos humanos existen a partir de que son reconocidos como tales, o más bien, dicho reconocimiento no hace más que darle entidad a aquello que ya la tenía por y en sí mismo y que un grupo de poder se encargó de ocultar para provecho propio, para dominar y manipular a los demás.

Por otro lado, la continuidad o discontinuidad de los derechos humanos debe ser vista en relación con su origen. Si su origen es divino, entonces los derechos humanos han existido siempre, aunque no hayan sido reconocidos por el hombre en los distintos períodos históricos. La falta está del lado del hombre y no del lado de Dios que los ha instituido. Es decir hay toda una argumentación desde el lado del Derecho natural que se esgrime como fundamento.

En cambio, si su origen es humano, la continuidad de los derechos humanos ha sido totalmente aleatoria, tanto desde el lugar de reconocimiento universal como desde el lugar de la práctica efectiva. Ha habido momentos y ha habido lugares en donde los derechos humanos han tenido mayor protagonismo.

III- Diferencias de cosmovisiones: Edad Media y Renacimiento.

Sería importante analizar los cambios de cosmovisión que han surgido, al menos en Occidente, desde que Tales predijo el eclipse en el 585 a.C., a fin de poder darle un marco histórico y filosófico a la Declaración de los derechos humanos surgida a partir de la revolución francesa y a la declaración de los Derechos de origen Liberal y de origen socialista surgida a mediados del siglo XX.

Tras la emancipación del hombre de la tutela religiosa a partir del siglo XV, con el auge del Renacimiento y el descubrimiento del novum organom baconiano, con la capacidad de ampliar la gnosis de las cosas del Cosmos por medio de la observación y de la inducción y ya no de la deductiva y demostrativa silogística aristotélica, se produce un giro desde lo teocéntrico hacia lo antropocéntrico, de lo divino a lo humano, de una instancia trascendente como modelo explicativo de todas las cosas, a una instancia absolutamente inmanente, donde la Razón humana es hipostasiada al status ontológico que tenía la idea de Dios en el mundo medieval.

Con el Renacimiento el mundo ha cambiado de eje. La vuelta a la filosofía griega va generando un nuevo tipo de hombre, sin compromisos eclesiásticos y sin temor al castigo eterno. En Lugar de ser Dios el prisma por donde se mira y explica toda la realidad y de ser la Iglesia la portadora de la verdad revelada, es la Razón humana la que debe emprender la difícil tarea de construir gnoseologías, metafísicas y axiologías alternativas.

Mientras que en la Edad Media la ontología determinaba la gnoseología; en el Renacimiento, la gnoseología determina la ontología, es decir, el conocimiento determina el ser de las cosas y no la explicación del ser atada a la revelación como fuente de conocimiento absoluta e inmutable. Contra este mundo de explicaciones revelacionales chocó el heliocentrismo Galileano, contra un mundo inmóvil de lugares comunes y de jerarquías ontológicas respaldadas natural o divinamente.

Mientras que en la Edad Media la relación de autoridad era absolutamente verticalista o piramidal, dado que el soberano tenía el poder absoluto sobre sus súbditos y estaba absuelto del cumplimiento de la ley, ya que las normas eran para que las cumplan los súbditos; el Renacimiento con su impronta naturalista y poco después la Modernidad con su impronta racionalista, al considerar a los seres humanos como libres e iguales, torna la relación de poder verticalista en una relación de poder horizontal.
Si bien la emancipación más radical de la tutela religiosa se produce entrado el siglo XV, a partir del siglo XIII tiene lugar un tiempo de culminación de un orden económico, social, político y espiritual, que pone en profunda crisis todo el equilibrio del mundo medieval. Tal equilibrio va a ser resquebrajado por una serie de transformaciones que se van a ir sucediendo y que tiene a la Burguesía como su principal protagonista. Así lo expresa José Luis Romero: “No es difícil advertir la trascendencia que debía tener en el seno de la sociedad feudal la aparición de una nueva clase social dedicada a la producción manufacturera y al comercio, concentrada en ciudades y elaborando en el trajín cotidiano una concepción de la vida que difería fundamentalmente de la que representaba la antigua nobleza. Esa clase surgió como un desprendimiento del orden feudal, coexistió con él durante mucho tiempo y pareció desarrollar una actividad compatible con sus reglas de vida; pero en el fondo socavaba su base y en cierto momento precipitó la declinación de toda su estructura.” (5).

Ya no tenía sentido todo el equilibrio medieval pegado a la revelación. La simetría entre el mundo, el pensamiento y el lenguaje iba a sufrir una ruptura definitiva. Se van a despegar las leyes de la naturaleza de la voluntad divina. Ya no es Dios el creador y el que va a cuidar su creación, sino que la Naturaleza al decir de Galileo es como un libro escrito en caracteres matemáticos ( mecanicismo).Por otro lado, el pensamiento va a dejar de ser meramente demostrativo y va a poder producir un excedente a través de la inducción. Más que demostrar verdades analíticas, se va a poder dominar a la Naturaleza para que sea, en términos de Adam Smith, menos natural y más humana.

La explicación aristotélica imperante en la Edad Media y que sostenía el orden feudal, basada en categorías y clases naturales, que justificaba la esclavitud, que estratificaba a la sociedad, que producía inmovilidad social y que determinaba quienes debían mandar y quienes debían obedecer ya no tenía sentido. Pensar a la sociedad como un organismo en el cual algunos eran la cabeza, y entonces regían el destino de la sociedad, otros eran el corazón, y entonces decidían lo que estaba bien y lo que estaba mal, otros eran las manos, y entonces defendían las ciudades y eran sus soldados, otros eran sus intestinos, porque tenían que ver con la materia y parecía que el dinero y la materia estaban vinculados ( ya desde Platón), éstos eran los economistas, y otros eran los pies porque tenían contacto con la tierra y entonces eran campesinos. Como este orden era natural, no había ningún tipo de responsabilidad en el sometimiento. Se suponía que cada uno hacía lo que debía hacer por naturaleza.

Este ordenamiento natural generaba una escala de valores inamovible. Existía la idea de que en este cuerpo de la sociedad, la cabeza vale más que el corazón, el corazón más que los intestinos y los intestinos más que los pies. De manera que las relaciones de poder estaban naturalizadas y aceptadas, ya que todos nacían con una disposición para ocupar uno de estos lugares. Aristóteles decía que había tres jerarquías naturales: el amo era superior al esclavo, el adulto al niño y el varón a la mujer. Esta idea nacida del corazón de la sociedad antigua griega era el fundamento del orden medieval.

IV- Ideólogos del Estado Moderno: Del orden natural al orden político.


Los Ideólogos que contribuyeron para este cambio fueron los filósofos protestantes, tanto de tendencias racionalistas como de tendencias empiristas. Entre ellos podemos mencionar a Grotius, Locke, Rousseau, Hobbes y Montesquieu, por mencionar los más destacados. Cada uno con sus diversas concepciones antropológicas y filosóficas aportaron las ideas fundamentales para la formación de una sociedad civil y la construcción de la idea de ciudadanía. Se los conoció con el nombre de iusnaturalistas y de contractualistas, porque afirmaban que por medio del uso d Razón se podía establecer los lineamientos generales de una sociedad justa. Para que esta sociedad fuera posible, se tornaba imprescindible el establecimiento de un pacto en el que se delegaban la suma de las voluntades individuales en un ente impersonal que era el Estado.

De esta manera crearon una ficción imaginaria, una hipótesis racional de justificación, con la finalidad de exterminar a las monarquías absolutas y posibilitar que el poder resida en el pueblo. Así, pensaron en un estado presocial o estado de naturaleza, en el que todos vivían, pero que todos debían abandonar para constituir una sociedad civil. El traspaso del estado de naturaleza la sociedad civil, se produce gracias a la nueva cosmovisión imperante. Una cosmovisión absolutamente desacralizada y secularizada.

De modo que, la ciencia moderna y su desgarramiento de la teología también suponen una enorme modificación política, porque surge una preocupación acerca de cuáles son las formas legítimas de organización social. Y la respuesta va a ser que nos organizamos socialmente del modo en que nos organizamos, porque escapamos al estado de naturaleza, que es un estado inestable y que no puede sostenerse, y de esa manera, tomamos cierto tipo de decisiones acerca de cuáles son los sujetos que nos van a gobernar.

Se genera, entonces, una sociedad a través del pacto y también se genera poder a través del pacto porque se selecciona a alguien del colectivo de todos los ciudadanos y se le cede poder para que controle el cumplimiento del pacto. Esto quiere decir que el que tiene poder no lo tiene por naturaleza, sino que es alguien a quien la voluntad libre de los otros sujetos le cedió poder a cambio de protección. Con esto la decisión acerca de quien debe legítimamente ejercer el poder ya no queda naturalizada, sino que va a quedar en manos de la sociedad. Nace la idea de Estado Moderno, la idea de ciudadanía, la idea de que no hay esclavitud natural.

En cuanto al acto de constituir un Estado a partir de la delegación de las voluntades individuales, citar el Leviatán de Hobbes se torna más que pertinente. Así se expresa Hobbes: “Dícese que un Estado ha sido instituido cuando una multitud de hombres convienen y pactan, cada uno con cada uno, que a un cierto hombre o asamblea de hombres se le otorgará, por mayoría, el derecho de representar a la persona de todos ( es decir, de ser su representante). Cada uno de ellos, tanto los que han votado en pro como los que han votado en contra, debe autorizar todas las acciones y juicios de ese hombre o asamblea de hombres, lo mismo que si fueran suyos propios, al objeto de vivir apaciblemente entre sí y ser protegidos contra otros hombres”(6).

Sin lugar a dudas, Thomas Hobbes piensa en la institución de un Estado influenciado por su concepción antropológica, que hace del hombre un lobo para el hombre. Así lo expresa Hobbes: “Así hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido”. (7)

Con una concepción antropológica diametralmente opuesta a la hobbesiana, John Locke concibe al estado de naturaleza no como una guerra de todos contra todos, sino como un estado de libertad completa y de igualdad. Así lo señala Locke en su Ensayo sobre el Gobierno civil: “Será necesario que tengamos en cuenta cuál es el estado en que se hallan naturalmente los hombres para entender bien en qué consiste el poder político y para remontarnos a su verdadera fuente, a mencionar: un estado de libertad completa para organizar sus acciones y para disponer de sus propiedades y de sus personas según crean, sin necesidad de pedir permiso y sin depender del arbitrio de otra persona, dentro de los límites de la ley natural. Es asimismo un estado de igualdad, dentro del cual toda autoridad y toda jurisdicción son recíprocos”. (8)

De manera que la libertad e igualdad que constituyen el estado de naturaleza, debe estar asegurada contra quienes atestan contra ella. Todos los hombres deben tener el derecho de proteger su propiedad, su vida, su libertad y sus bienes de las agresiones de los demás. Con tal sentido, la institución de un Estado como garante de todas estas cosas se torna imprescindible.

Así lo expresa Locke: “No puede haber ni perdurar una sociedad política sin tener el poder necesario en sí misma para la protección de la propiedad, y para sentenciar los quebrantamientos cometidos contra la misma por cualquier miembro de la citada sociedad, como consecuencia esto se traduce en que sólo existe sociedad política allí, exclusivamente allí donde cada uno de sus componentes ha renunciado a ese poder natural, dejándolo en manos de la comunidad para todas aquéllas situaciones que no le impiden dirigirse a esa sociedad en busca de protección para la defensa de la ley que ella fijó”. (9)

Por otro lado, la concepción antropológica de Rousseau también va a ser distinta a las dos mencionadas con anterioridad. Rousseau concibe al hombre en estado natural como un buen salvaje y no como lobo del hombre. Así lo expresa en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres: “Lo considero, en una palabra, tal como ha debido salir de las manos de la naturaleza, veo a un animal menos fuerte que algunos, menos ágil que otros, pero, después de todo, el más ventajosamente organizado. Lo veo calmando su hambre bajo un roble, apagando su sed en el primer arroyo, encontrando un lecho al pie del mismo árbol que le ha proporcionado el almuerzo; ya están satisfechas sus necesidades”(10).

A pesar de concebir idílicamente al hombre en estado de naturaleza, no por ello Rousseau deja de observar cómo esa concepción del buen salvaje se va deteriorando en la medida que el hombre entra en relaciones de poder con otros hombres. Aquí se puede apreciar como las desigualdades físicas, morales y políticas van generando conflictos en las relaciones interhumanas. Así lo señala Rousseau: “Concibo dentro de la especie humana dos formas de desigualdad; una que llamo natural o física, porque está establecida por la naturaleza y que consiste en la diferencia de años, de salud, de fuerza corporal y de cualidades del espíritu o del alma, otra que se puede llamar desigualdad moral o política, porque depende de una cierta convención y está establecida, o al menos autorizada, por el consentimiento de los hombres. Esta última consiste en diferentes privilegios de los que algunos disfrutan en detrimento de los demás, tales como ser más ricos, más honorables, más poderosos que ellos, o incluso hacerse obedecer” (11).

Dado que las desigualdades tanto de tipo físicas como morales y políticas van generando conflictos en la convivencia, es necesario que todos los hombres establezcan un pacto entre sí, y de esta manera poder resguardarse a sí mismos. Así lo expresa Rousseau en el Contrato Social: “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, y gracias a la cual cada uno, en unión de todos los demás, solamente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes. Este es el problema fundamental que resuelve el contrato social” (12).


V- De la modernidad a la postmodernidad: Enfoque filosófico.

El traspaso de paradigma se fue dando gradualmente. Factores políticos, religiosos y culturales fueron amoldándose a este nuevo espíritu de la época. La vuelta al naturalismo expresada por los ideales del Renacimiento, fue también la vuelta a una educación menos teológica y mucho más independiente. El Renacimiento como preanuncio de la Modernidad significó una vuelta al hombre y abrió el paso para el descubrimiento del Cogito cartesiano, de la subjetividad humana. Es que en la Modernidad el Cogito, el subjectum se torna el principio explicativo de todas las cosas.

En la Modernidad, el Cogito es el que está puesto por debajo como fundamento, como arché inamovible, sosteniendo y dirigiendo todo el edificio que ha de ser construido. Un edificio con cimientos emancipatorios y racionales, naturalmente inmanentes. En este edificio el subjectum se propone la gran tarea de ser un ente autónomo, de conducirse bajo la ley que él mismo ha impuesto. De manera que se torna legislador y súbdito a la vez. Es el constructor de la nueva arquitectura metafísica, y por eso mismo debe cumplir con todo lo que él ha instituido. Es libre y a la vez debe ser obediente. Su libertad reside en el cumplimiento de las normas que él ha instituido como sujeto portador de Razón.

Sin embargo, las distintas filosofías explicativas de este cambio de paradigma, de modelo para ver el mundo, se disputaron la hegemonía, entrando en controversias irresueltas. Racionalistas y empiristas creyeron tener la verdad en esta suerte de crear una ficción interpretativa de la realidad. Se crearon metarrelatos para poder abarcar todos los ámbitos de la vida humana. Estos metarrelatos operaban como ideas regulativas, como caminos por donde debía transitar la vida humana. El filósofo que produjo la gran síntesis de estos relatos fue Kant. Su descubrimiento de los juicios sintéticos a priori parecía terminar con la disputa entre los juicios analíticos a priori y los juicios sintéticos a posteriori por sí mismos. Esta gran revolución copernicana parecía despertar la esperanza de un mundo que avanzaba hacia un progreso indefinido por medio de la Razón, en donde los misterios de la naturaleza iban a poder ser debelados, ya que estaban escritos en caracteres matemáticos. Una vez que la Naturaleza fuera, en términos de Adam Smith, más humana y menos natural, los hombres en todo el mundo iban a poder disfrutar de sus beneficios.

El optimismo fundado por el Iluminismo del siglo XVIII, en donde el sapere aude kantiano se convierte en el lema del nuevo hombre, va a ir paulatinamente desmoronándose desde sus propios fundamentos. El progreso científico y tecnológico se producía desde una ideología liberal en la que el laissez fair del mercado sumía a poblaciones enteras en la miseria y en donde los que tenían acceso a la educación eran unos pocos acomodados. La inmoralidad del sistema capitalista, vista y atacada por Marx y naturalizada por Durkheim, llevaba a los hombres a una penosa involución y no al progreso. Lo que era indefinido era el progreso de la desigualdad y la inmoralidad de un sistema político que había encarnado el nuevo paradigma de la autonomía del hombre para beneficios propios.

El proyecto emancipatorio que significó el Iluminismo no era la emancipación del hombre en tanto hombre, sino la emancipación de un grupo de hombres bajo una ideología que era liberal en el ámbito político, pero como no podía ser de otra manera, profundamente conservadora en el ámbito económico. Todos los hombres nacían libres e iguales, no había lugares naturales ni tampoco predominaba una concepción organicista de la sociedad, sin embargo, la igualdad era meramente normativa y no se daba de factum, con lo cual era una igualdad ficticia, una igualdad como mera posibilidad, una isonomía idílica, un ius sin sentido.

De manera que el nuevo sistema de cosas engendrado por el proyecto Iluminista, tenía en sí mismo la causa explicativa de su fracaso. Tanto es así que Auschwitz, según Adorno, es la muerte de este proyecto; por un lado, porque el hombre no pudo saltar encima de su propia sombra, por el otro, porque lo que Auschwitz enseña como primera de todas las educaciones, es que el genocidio nazi no debe repetirse (13) porque representa a la barbarie, a la anticivilización que, paradójicamente fue engendrada por la civilización (14).

De modo que las raíces deben ser buscadas en los perseguidores y no en las víctimas, en los ideólogos del sistema y no en aquéllos que lo padecieron. El fracaso del proyecto Iluminista terminó con las grandes construcciones filosóficas. Con todas las metanarraciones y abrió paso a lo que se conoce como el espíritu posmoderno. Es en este espíritu donde tienen lugar diversas concepciones gnoseológicas, epistemológicas y éticas, todas ellas válidas para sí mismas. El relativismo protagoriano expresado a través de “ el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que no son en tanto no son”, impera y da lugar al perspectivismo nietzscheano en todas sus variantes. No existe ninguna verdad absoluta, ni de Razón ni de fe. Lo único absoluto es que todo es relativo.

Ahora bien, si el relativismo implica que existen múltiples lecturas de la realidad y que cada una de ellas se hace de lugares absolutamente distintos, entonces no nos queda más que respetar las diferencias. Sin embargo, respetar las diferencias significa mantenerlas y mantenerlas significa naturalizar el contexto de desigualdad en el que han urgido. Este es un serio problema, porque se puede caer en el error de justificar cualquier hecho por el mero hecho de respetar al otro. Se torna imposible tratar de respetar los fundamentos que llevaron a los nazi a crear los campos de concentración, violando derechos humanos elementales Resulta imposible tratar de comprender por qué a las mujeres en el mundo islámico se le practica la oblación del clítoris. Si respetar es igual a mantener y mantener es igual a naturalizar, estamos en serios problemas.

Estamos en un mundo postmoderno, en un mundo en donde el sapere aude ha sido reemplazado por el carpe diem, en donde el dios Apolos ha sido fraccionado en mil pedazos, mientras Dionisio ha sido rescatado orgiásticamente de una manera notable. L a revalorización de las experiencias individuales, del cuerpo del otro y del cuerpo propio es mucho más atractivo que cualquier tratado de filosofía. Las explicaciones rápidas a problemas grandes, las soluciones inmediatas y milagrosas están a la suerte del día. La desconfianza por el otro, el vacío emocional, la indiferencia y el ensimismamiento, la cruel frialdad e individualidad se rescatan como valores positivos. La expropiación de la posibilidad de crecer en lo económico, la imposibilidad de terminar una carrera se torna más evidente en los países del tercer mundo.

VI- Los derechos humanos en la postmodernidad: Globalización y multiculturalismo.

En el mundo postmoderno todos se apresuran por llegar, pero sin saber cómo y adónde. El presente se torna incierto y el futuro poco promisorio. La aceleración de la vida atentan contra la propia vida humana. El estrés, la bulimia y la anorexia hacen estragos en los jóvenes. Las adicciones ponen palabras donde el vacío emocional las oculta. El miedo a la muerte expresado en el llamado” ataque de pánico” cobra cada vez más víctimas. Y por supuesto, la tarea educativa está cada vez más devaluada. Lo cierto es que en un mundo donde todo está tan fragmentado, en donde no existe ningún saber que sea absolutamente verdadero, la interpretación y la aplicación de los derechos humanos se torna también fragmentaria y relativa.

En un mundo en donde asistimos sin rezongar a la subjetivización del objeto y a la objetivización del sujeto, en donde los objetos adquieren características humanas, dado que se los requiere, respeta y aún se mata por ellos, mientras que los humanos nos vamos cada vez más cosificando, desvalorizando, animalizando y masificando, los derechos humanos pierden aún más el carácter de universalidad y objetividad que se supone deberían tener.

En la postmodernidad, cada fragmento ideológico trata de obtener reconocimiento. La interpretación de los derechos humanos se produce desde el lugar de la absoluta identidad con ciertos principios ideológicos, que no buscan mas que perpetrar su hegemonía sobre el resto de los fragmentos del saber.

VII- Conclusión personal.

Considero que existen ciertos derechos que pueden ser considerados como trascendentales, es decir, aplicables a todos los seres humanos. Sin embargo, creo que las formas de aplicación y consideración están indisolublemente atravesadas por aspectos culturales que deben ser respetados y que, por ello mismo, no pueden ser eliminados.

Estos derechos que atraviesan a todos los entes, sin distinción de culturas particulares, son difíciles de poder establecer con un grado de certeza inamovible, dado que el ser humano es una construcción sociocultural y en consecuencia, todas sus elucubraciones respecto de sí mismo son la exterioridad de su autoconciencia sociohistórica. No es posible separar al sujeto de sus producciones, porque sería separarlo de sí mismo, al ignorar el entorno en el que han tenido lugar dichas producciones, dado que la mismidad se constituye en el marco de la alteridad. Pensar que existan ciertos derechos que puedan absorber todas las divergencias culturales, de tal manera que puedan ser neutralizadas en una síntesis superadora, desencarnada y deshistorizada, no es más que un ideal o más bien, una utopía de razón.

Si lo que llamamos realidad subjetiva o mundo subjetivo, en contraste con una realidad ideal o mundo objetivo es el resultado de la correlación de nuestros actos intencionales, es decir, si la realidad es una construcción del sujeto, una donación de sentido puesta por el sujeto, entonces la determinación, forma y aplicación de ciertos derechos humanos va a depender de cuál sea la construcción que se haya hecho. Es imposible separar una cosa de la otra.

Los derechos humanos son el resultado de un proceso histórico ideologizado y representan los intereses de la cultura occidental, apegada a explicaciones logológicas y fundamentos últimos. Sin embargo, es menester reconocer que existen otras formas de entender e interpretar la realidad que no necesariamente está sujeta a explicaciones logológicas. Algunas culturas apelan a razones de fe; otras a cuestiones más místicas y otras tantas a muchas cosas diferentes. Cada una de ellas construye su mundo desde un lugar, un cómo, un por qué y un para qué distinto y distintivo. De manera que las construcciones sociales no son absolutamente isomórficas, simétricas. Son demasiado complejas como para poder comprenderlas con profunda certeza.

Los derechos humanos son construcciones culturales que tienen como fundamento los distintos lugares desde donde se los aborda. Su fundamento es ideológico, ya sea que se esgriman razones de Fe, razones de Razón o cualquiera de las diversas manifestaciones del pensamiento, ya sea occidental como oriental.
Claudio G. Barone