sábado, 28 de abril de 2012

¿Cómo no creer en Dios?

Dice el necio en su corazón:
No hay Dios. (Salmos 14:1)

Algunos se preguntan, ¿dónde está Dios? Tal pregunta, lejos de nacer de un corazón deseante, surge de uno acusante. No es la pregunta de alguien que desea encontrar lo trascendente fuera de sí, sino de alguien que quiere encontrar la trascendencia en sí mismo. En otras palabras, no se formula la pregunta quien reconoce su finitud, los límites de la razón humana, la fragilidad de su cuerpo físico, sino quien se sabe autosuficiente, y le atribuye a Dios todos los males de la existencia humana.
Curiosamente, el hombre posmoderno que ha enterrado a Dios, que lo ha dejado fuera de la historia humana, le atribuye los males existentes en el mundo. ¿Cómo un Dios que ha sido erradicado puede ser el causante del mal? ¿No será que el hombre sin Dios ha perdido la brújula? ¿No será que jugar a ser Dios, endiosar la Razón y ensoberbecer el ego ha llevado el devenir humano por caminos inciertos? Si Dios no es el fundamento constitutivo de todas las cosas, si la Razón aparece fragmentada en irresolutas perspectivas que pretenden la hegemonía explicativa, entonces el futuro no sólo no es promisorio, sino inexistente.
El hombre no sabe a dónde se dirige, y si lo sabe, todavía no se han visto sus frutos. El progresivo avance tecnológico y cibernético no han borrado las desigualdades políticas y económicas. Todo lo contrario, ha demostrado que la brecha entre los países ricos y los países pobres se ha agigantado como nunca antes. Es el hombre quien somete a otros para incrementar sus riquezas, quien observa pasivamente cómo cientos de niños mueren de inanición, son sometidos a esclavitud, son abusados y muertos en guerras de poder. Y Dios, ¿qué culpa tiene? Ninguna. Desde que el hombre posmoderno ha decidido vivir sin Dios, ya no puede culpabilizarlo de ningún mal. Este es el mundo que los hombres han construido por sí mismos y para sí. Un mundo en que la voluntad de Dios, para los que dominan el mundo,  ha quedado anudada en un discurso anacrónico.
Sin embargo, quien busca a Dios con un corazón anhelante, lo puede contemplar en la disimilitud de cada hoja, en el orden interno de cada cosa creada, en el orden natural que hace que cada cosa desarrolle una función propia y a la vez única, en la magnificencia de las montañas y los mares, en la utilidad propia e irrepetible de cada órgano del cuerpo, por más pequeño que sea, en un cielo estrellado, entre tantas otras cosas.
Dios no es responsable ni del mal moral ni de las catástrofes naturales. El hombre, en su intenso deseo de ser Dios, ha trastornado la naturaleza modificando, en muchos casos, el decurso natural, y viviendo de una manera antagónica a las máximas impartidas por Dios. El plan y propósito de Dios son perfectos; sin embargo, el hombre ha desvirtuado y estropeado todo lo que Dios hizo.
Para algunos, Dios no existe; para otros, si Dios existe no lo podemos saber. Están, también, aquellos que sostienen que Dios existe, pero no se ocupa de los problemas humanos. Para todos aquellos que han experimentado el amor de Dios, su existencia se torna ciertísima y acompañante. No es un Dios que crea y abandona, sino que dirige todo el curso de la historia con sabiduría y finalidad. No es un Dios que opera a la distancia luego de otorgarle favores, pues lo posee todo en sí mismo, sino que conoce cada necesidad y actúa en el momento más oportuno. No es un Dios que se deleita en el sufrimiento o en el castigo; disciplina con amor en pro de buscar la restauración definitiva.
A los que preguntan, ¿dónde está Dios?, sólo les pido que levanten la mirada. Todo da cuenta de Él. El azar no crea y mucho menos ordena. Sólo una mente suprema y soberana puede ser responsable de la belleza natural que engalana el universo. No perdamos el tiempo en perseguir las fracasadas recetas de un humanismo en decadencia; busquemos a Dios en la interioridad, escuchemos su voz en nuestra conciencia, leamos su Palabra inspirada y lancémonos a sus brazos de eternidad: allí encontraremos salvación y descanso duradero.

                                                                                            Claudio Gustavo Barone
                                                                                            Prof. de Filosofía (UBA)