martes, 8 de julio de 2014

Mientras los sólidos se disuelven, la Palabra de Dios permanece


Según Zygmunt Bauman, en su interesante libro: “Modernidad líquida”, los sólidos que la Modernidad ha disuelto son los siguientes: 1) El vínculo entre las acciones individuales y las acciones y proyectos colectivos; 2) La estructura sistémica como explicación totalizadora de la realidad; 3) El bienestar general en nombre del bienestar propio.

Bajo esta perspectiva, todas las cosas están atravesando un proceso de licuefacción, es decir, los principios que hasta el momento el hombre moderno tenía como ideales incuestionables, a saber: el progreso indefinido de la razón y sus consecuencias positivas para toda la humanidad a nivel de igualdad socioeconómica; el achicamiento del hambre, la servidumbre y las supersticiones religiosas, se están diluyendo, desbordando, filtrando, derramando, humedeciéndose, escapándose como el líquido entre las manos.

La primera ruptura está marcada por la ausencia de proyectos colectivos. No hay tiempo de pensar en nombre de la Humanidad; lo que importa es pensar en nombre propio. Tampoco existe un horizonte que alcanzar, ya que las dos grandes utopías modernas: el capitalismo y comunismo, han fracasado en su intento de liberar a los pueblos, de construir sociedades justas e igualitarias.

En la actualidad, el bienestar general ha cedido su lugar al bienestar propio. Se percibe como natural la dominación de unos sobre otros, se le da un marco de legalidad a lo que es una situación de violenta ilegalidad. En esta pandemia de injusticias, en donde todo lo sólido se disuelve a cada instante, en cada momento, en donde el panta rei heracleano se impone en el ámbito de la estructura social y moral, siendo imposible conectar con lo estable, lo verdaderamente sólido, los cristianos tenemos aquello que puede detener el proceso de licuefacción. Poseemos aquello permanente que impide que todo se disuelva en la nada misma: La Palabra de Dios.

Todo lo que la diosa Razón no ha podido construir en forma permanente, todas las marcas de su fragmentado mundo, puede ser reunificado, solidificado por la inmutable Palabra divina. Y para detener los fluidos escurridizos del mundo actual, qué mejor que la Roca inconmovible de Jesucristo. Su verdad es más firme que las disolventes construcciones humanas. Él puede atrapar con sus manos el destino de todo hombre que le confiese en la Tierra. Nada se le escurre ni se le filtra. Jesús es la verdadera estructura que paraliza el fluir caótico y desproporcionado de la fluctuante y azarosa humanidad.

Ya ha perdido mucho tiempo el hombre en buscar recetas de autosalvación. Todos sus intentos emancipadores se han fragmentado en múltiples perspectivas. Jugar a ser Dios le ha ocasionado muchos disgustos. Ponderar al hombre creado por Dios como superior al propio Dios, lo ha lastimado significativamente. Hasta ahora lleva las marcas de su propio descontento. Camina por múltiples lugares encantados, pero sin saber a dónde va. Solo y solamente se dirige hacia el lado de su inconformismo. Camina sobre los líquidos de lo impermanente, sobre la sombra de su olvidada grandeza. No suele pisar en tierra firme, y ha abandonado la Roca de Salvación. Se torna imprescindible beber del agua de la Roca, la cual está a disposición, en forma gratuita, para dejar de tener la sedienta desesperación de los sinuosos caminos.

Cristo puede darle sentido a nuestra vida, él puede consolidar nuestro rumbo, solidificando nuestro destino en la eternidad de sus hermosas promesas. Acudamos a sus brazos para no ser disueltos en los fluidos temporales del sinsabor.

Claudio Gustavo Barone.